Se trata sencillamente de aprender cuatro normas básicas que permitan romper el aislamiento y la conspiración del silencio que rodea a los enfermos de cáncer y que limite la estigmatización social, el “no saben cómo tratarme, ni que decirme”, con la que se ven obligados a convivir. Saber estar con el enfermo de cáncer, es permitirle que exprese sus emociones y huir de esa tendencia a reprimirle y a no dejarle decir lo que no sabemos escuchar. Es intentar ayudarle en sus actividades cotidianas, modular sus preocupaciones, acompañar a sus familiares más allegados, permitir que su familia concilie su cuidado con sus ocupaciones laborales, proporcionarle sosiego y cultivar la esperanza de curación. Y es importante, no sólo porque un adecuado apoyo emocional y la ausencia de estigmatización mejoran su calidad de vida actual disminuyendo los remordimientos, la victimización y la vulnerabilidad, sino porque hay evidencia científica de que también aumenta su supervivencia. Como demuestran los estudios de David Spiegel o recoge Jerome Groopman en “The Anatomy of Hope”, la esperanza salva vidas. Quizá no podamos curar, pero sí podemos cuidar y confortar al enfermo y a sus familiares. Lo necesitan aunque no lo pidan. Todos podemos ejercer la medicina basada en la afectividad.
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